Emilio Carrère es uno de esos autores menos conocidos por haber practicado un género literario, el terror, no considerado por los ámbitos academicistas y cultos merecedor de figurar en los catálogos literarios. Es más prejuicio propio de nuestro país que sentir mundial, y por contraste en el mundo anglosajón a nadie le extraña que un escritor con vocación tenga que leer tanto a Shakespeare como a Stephen King. Carrère es, sobre todo, uno de esos escritores bisagras que unen dos tiempos y dejan abierta la puerta a generaciones venideras, que no toman su testigo. Pero es a la vez, singularmente, uno de los que inauguran el género del terror en España, y lo hace retomando la tradición gótica, incorporando el espiritismo, del que era devoto, y añadiendo además la retranca que practicamos aquí desde Sancho Panza, gracias a El Quijote. Vaya por delante que una de sus novelas se llama, con mucha guasa “los muertos huelen mal”.
Yo le descubrí por casualidad, al ganar uno de los premios de microrrelato que llevan su nombre. Sus herederos gestionan una asociación cultural en El Pardo de Madrid y perpetúan su memoria, con el acierto de regalar algunos volúmenes de los que la editorial Valdemar publica aún en su catálogo.
La lectura de sus libros me dejó algo despistado, pues sus referentes no son demasiado conocidos, así que, guiado por mi malsana curiosidad de divulgador, acudí a hemerotecas, y a páginas de eruditos de esas que se incorporan a la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Es a día de hoy la memoria de Carrère esquiva, pues él mismo vivió a medias entre la profesionalidad y la bohemia, y superando, como es habitual, con su biografía, sus novelas. Tuvo en un momento de su vida la fortuna de no tener que vivir de escribir, lo que le permitió la libertad de enviar a sus editores manuscritos inacabados, interpolando páginas de otros ya escritos. Después de haber cobrado, eso sí, un adelanto. Es, si me lo permiten, un regocijo saber que a veces el editor sufre también, y no sólo el autor sometido a sus dictados. Lo cierto es que a cambio de este escribir deslavazado, hay algo de incompleto en sus libros, y el mejor de ellos, La Torre de los 7 jorobados, puede que fuera rehecho y terminado por un negro literario. Lo mejor, que eso no quita al autor su justo valor como iniciador del género de terror en el siglo XX español.
Lo interesante de Carrère es que en sus novelas no sólo despliega una fantasía delirante, como en la citada Torre de los 7 jorobados, donde imagina una ciudad espejo de Madrid, con subterráneos que albergan torres medievales, pasadizos y palacios. El ambiente opresor y asfixiante de las mazmorras se tiñe de esa angustia propia de “El monte de las ánimas” de Gustavo Adolfo Bécquer, siempre contrastado por un personaje jorobado, a medias guasón, a medias payaso, que pone el contrapunto al miedo. Entroncando su obra con la auténtica generación que vino del siglo XX para hacer un viaje a través del alcohol y la prostitución, como Valle Inclán en sus “Luces de Bohemia”. Cito a ambos porque creo que Carrère es precisamente eso, una mezcla, si ello es posible, entre la puesta en escena del bohemio por excelencia, Valle-Inclán, los sainetes de los hermanos Arniches, y el tenebrismo romántico de Gustavo Adolfo Bécquer.
La primera generación universalmente conocida de jóvenes “modernos”, en cuanto a vivir del aire, salir de fiesta, y ser artistas, es la de los pintores reunidos en el París de fin de siglo (XIX), asociada a la absenta, al Moulin Rouge, y al can can. Su eco es internacional, y en menor medida lo vemos reflejado en el Londres al que acude el conde Drácula de la novela de Bram Stoker -que magistralmente reflejaría Coppola en su película estrenada en España como “Drácula de Bram Stoker”. Pero la influencia llega también a Madrid, y para mi gusto es la magistral “Luces de Bohemia” de Valle Inclán la que refleja su vertiente española.
Pero hay además en aquella generación de influencias, en la que yo sitúo a Carrère, un factor más, también proveniente del XIX, y muy presente en su obra. El espiritismo. El famoso magnetismo, lo paranormal, o cualquier otra denominación que manejemos, causó furor hace doscientos años, y las sociedades occidentales, a medias influidas por el Romanticismo, y a medias por los avances científicos, creyó posible hablar con los espíritus. Aunque no pueda afirmarlo con seguridad, por la lectura de sus novelas parece que el joven escritor lo practicara en su juventud, como un adolescente con la tabla de ouija, y que el hombre maduro lo aprovechara como eje argumental y motivo de sainete. Carrère no es uno, ni puede encuadrársele en un sólo género, y de los que mezcla, prevalece en sus narraciones uno u otro.
Termino, a este respecto, aludiendo a la película “La torre de los 7 jorobados”. Había leído antes la novela, y su versión cinematográfica no me gustó. Para hacerla comercial, fue acercada a un sainete de Arniches, perdiendo los interesantes matices del libro del autor. No creo que se hiciera de tal modo en su contra, sino que él mismo, con presencia en la Zarzuela y el Teatro, la adaptó al cine con una interpretación personal sobre cómo debía ser un guión. El problema, claro, es que su director, Edgar Neville, era fantástico, un clásico de nuestro cine, que supera el guión con una fotografía, una puesta en escena, y un desarrollo que marca una cita ineludible con los estudiantes de cine, y con los amantes del género en blanco y negro. Prefiero la novela, pero la cinta es, a pesar de ello, fantástica, y ayuda a comprender al autor.
Mi conclusión final es que la editorial Valdemar está haciendo una gran labor cultural al recuperar a Carrère, y que todos los escritores españoles que quieran escribir sobre terror deberían, al menos, considerar ese contrapunto humorístico del autor. Los libros de miedo son muy serios, y salvo en autores rusos, más cercanos al género de la ciencia ficción, como Arkadi y Borís Strugatisky (muy conocidos por “Picnic extraterrestre”) no es nada habitual encontrarlo en ellos. El recuperador del terror para el best seller, Stephen King, parece no saber qué es reírse. Y sus emuladores y seguidores, no digamos. En clave de español, fue Cervantes quien nos enseñara la fuerza dramática que adquiría un personaje serio cuando un bufón se reía de él, idea que tomaba de la literatura italiana y la medieval. Después de El Quijote fue casi obligado hacer un Sancho en la novela, y si alguien supo hacer semejante cosa, fue Carrère.